Frente
al espejo y en silencio afirmaba con la cabeza una y otra vez para
convencerse a sí misma de que había hecho lo correcto. Entre los
frascos de su tocador, faltaba uno: el que usó para guardar unas
gotas de denso perfume y la cantidad de éter etílico adecuada. Se
sirvió de tan singular mezcla para acometer la parte del plan que le
correspondía.
Con
los gestos delicados que su porte de gran dama le exigían, impregnó
su pañuelo con el líquido elemento y se lo acercó a su amigo a la
nariz con la excusa de oliera el nuevo perfume traído del lejano
oriente.
Despues
de inspirar varias veces, más por no desagradar a su amiga que por
el interés que el perfume le despertaba, cayó en el sopor que
precede al sueño y pronto quedó dormido. De detrás de la cortina
salió el fiel cochero de la dama y se lo llevó rápidamente con la
intención de deshacerse de él antes de que despertara.
Desquiciada
por los celos y por la rabia, planificó, con la complicidad
incondicional de su cochero, la desaparición del amante de su
marido. No podía tolerar aquella relación, pero sobre todo no iba a
consentir jamás que la noticia trascendiera y ser la comidilla de
las tertulias de media tarde en los salones de te.
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