Cogió el único folio en sepia que
quedaba en el cajón. Para escribir la carta que él quería, con uno
era más que suficiente. Hilvanaba una y otra vez las palabras en su
cabeza, antes de atreverse a plasmarlas sobre el papel; no quería
que ninguna ocupara el lugar de otra y tener que echar algún
borrón. La persona a la que iba dirigida la misiva, de ninguna
manera merecía tal desatención.
Quería contarle como era la vida en
los últimos tiempos, como arrancaba la rutina del día a día con
cada amanecer; como aparentemente todo seguía igual y como en su
interior todo era radicalmente diferente.
Quería contarle que sus sonrisas no
conseguían disfrazar la tristeza que le llenaba el alma.
Quería contarle que, a duras penas, se
tragaba el llanto que lo embargaba; que el dique de sus ojos no
aguantaría mucho más el paño de lágrimas que enturbiaba su
mirada.
Quería contarle que a pesar de estar
rodeado de gente, se sentía en la más absoluta soledad; que desde
que ella se marchó, lo único que quedó a su alrededor era vacío,
amargura, desolación...
Quería contarle todos esos sentimiento
que se agolpaban en su pecho, pujando por salir al exterior; pero ni
los sentimientos encontraban el camino, ni él encontraba las
palabras que describieran su desazón.
Dejó la pluma en el escritorio,
enrolló el papel en blanco y lo ató con una cinta roja. De la
estantería cogió una botella en color azul, que hace años, alguien
le regaló. Guardó dentro de ella la carta que no escribió, no
porque le faltaran contenidos, sino porque le sobraba dolor. Quizá
algún día retomara lo que aquella noche dejó, quizá no; quizá
lanzara la botella al pozo de su agonía, quizá no.