Amanece la mañana cubierta por un vaporoso manto de niebla blanca, tan densa, que me pesan hasta las pestañas.
Es indiferente como despunte el día porque después lo grises se irán a azul y la niebla se levantará. Verás mis ojos sonreir bajo los tímidos rayos de sol, y, si me conoces, adivinarás que mis penas quedan ocultas en mi corazón.
La
niebla envuelve la ciudad. La tenue luz que desprenden los faroles se
difumina en una amarillenta aureola arrebatada a la oscuridad. Las frías
callejas colindantes con la catedral están mojadas y desiertas. No dan
abrigo a nada ni a nadie, ni a una mísera rata con la que cebarse.
Con
la capucha subida, la siniestra dama, oculta su cara. La guadaña, con
filo romo, la lleva en la mano apoyada en el hombro; y en la espalda,
carga un saco negro para guardar sus tesoros.
Deambula
errática por el laberinto de calles sin rumbo fijo, ni plan
establecido. Sabe que esta noche tendrá que conseguir otro trofeo más
para sumarlo a su tenebroso saco de tesoros. Buscando por los
callejones, por las esquinas, por los rincones algún ser al que
aniquilar, se encuentra, sin querer, frente a la portada de la
catedral. Amparada en la oscuridad y con el telón cómplice que la niebla
le brinda, se encarama allá donde se encuentran las gárgolas. Mira a un
lado y a otro para asegurarse que no la ve nadie. Con la destreza que
da el uso, corta la sonrisa pétrea de las gárgolas con el filo romo de
la guadaña y rápidamente las guarda en su saco negro. Baja al suelo con
el botín a salvo y comienza su marcha despacio. Sin prisa, su silueta
se disuelve un paso más allá de la plaza, engullida por la niebla.
Desde
entonces las gárgolas de la catedral, atónitas, tienen el horror fijado
en los ojos. Desde entonces a mi me da miedo mirarles la cara.