Doña Engracia, se da los últimos retoques antes de salir. Se ha puesto sus polvos faciales Maderas de Oriente Myrurgia, unas gotas de agua de colonia 1916 y se ha ajustado la desgastada pamela sobre su cabello cano con un toque de discreta coquetería...
Se dirige a su farmacia de siempre, la que lleva en la plaza del Reloj desde antes de que ella naciera y también desde antes que nacieran sus padres, y quizá también sus abuelos... no sabría precisar desde cuando. En fin, desde toda la vida.
Abre la puerta y una campanilla le da la bienvenida a la vez que avisa al mancebo de la llegada de un cliente.
- Buenos días, doña Engracia. Cuanto tiempo sin verla por aquí.
- Buenos días, Luisito. Por fin he podido salir. ¡Válgame dios, que cosas nos toca vivir! En todos mis años (que ya son muchos) nunca me ha faltado en mi despensa mi botellita de vino quina y ahora con esta manía de estar encerrados...
- ¿Es quina lo que necesita, doña Engracia?- la interrumpe Luis ocultando el fastidio que le produce el diminutivo con el que se ha dirigido a él,
- Sí, claro, que cualquier día de estos vienen mis hijos con los niños y no tengo nada que ofrecerles para merendar - responde la señora.
- Mire, hace años que dejó de despacharse la quina en farmacias y menos aún para niños. Siento no poder atenderla en eso. ¿Se le ofrece algo más?
-¿Que no hay vino quina? Eso no puede ser. De aquí, de toda la vida, me he llevado el vino quina para dárselo a mis hijos desde que eran niños.
Doña Engracia, padece los olvidos que la edad se cobra conforme los años van pasando. Está estancada varias décadas atrás, cuando era corriente dar a los niños bebedizos y reconstituyentes de efecto más que dudoso y discutible.
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