Patio de Córdoba. Mayo de 2011
Nadia Vivas nació y pasó su infancia en una aldea donde no había ninguna casa de vecinos como tal. No había ningún edificio que agrupase varias viviendas porque en las aldeas, por entonces, lo corriente era que cada familia tuviera una casa. Pero lo que sí tenían para todos era una acogedora plaza con su fuente en el centro, un abrevadero para el ganado y las bestias, un lavadero donde las mujeres acudían con grandes canastas a hacer la colada, un horno de leña para cocer el pan de cada día y unas ganas de charlar insaciables.
Ahora Nadia, jubilada después de toda una vida dedicada a la medicina, pasea por las calles que la vieron crecer. Es verano, el sol ya se ha puesto detrás del campanario de la iglesia y los jazmines y galanes de noche impregnan el aire con su aroma. Nadia respira hondo y ese olor la trasporta a aquellos maravillosos veranos que pasaba con sus primos correteando por la plaza, inventando juegos y haciendo más de una, y de dos, travesuras.
Recuerda cuando iba con su abuela a la fuente a por agua, y en el camino de ida y de vuelta le iba contando alguna historia de su juventud. Y las veladas estivales que todos vecinos pasaban en la plaza, cada uno acudía con su silla de eneas y alĺí formaban corrillos. Hablaban de lo acontecido en la jornada, de cotilleos varios, contaban algún que otro chiste un poco picantón...
Recuerda las mañanas que acudía con su madre a hornear pan y tortas de azúcar. Esperaba impaciente que salieran del horno, y en cuanto se habían enfríado un poco, ya le estaba hincando el diente a la primera torta. Nadia sonrie evocando ahora aquel sabor suave y dulzón.
Pero, sin lugar a dudas, lo que más le gustaba era reunirse con sus primos en la parte atrás de la iglesia para contar historias de miedo arropados por el manto de la noche y el cri-cri de los grillos.
Recuerda cuando iba con su abuela a la fuente a por agua, y en el camino de ida y de vuelta le iba contando alguna historia de su juventud. Y las veladas estivales que todos vecinos pasaban en la plaza, cada uno acudía con su silla de eneas y alĺí formaban corrillos. Hablaban de lo acontecido en la jornada, de cotilleos varios, contaban algún que otro chiste un poco picantón...
Recuerda las mañanas que acudía con su madre a hornear pan y tortas de azúcar. Esperaba impaciente que salieran del horno, y en cuanto se habían enfríado un poco, ya le estaba hincando el diente a la primera torta. Nadia sonrie evocando ahora aquel sabor suave y dulzón.
Pero, sin lugar a dudas, lo que más le gustaba era reunirse con sus primos en la parte atrás de la iglesia para contar historias de miedo arropados por el manto de la noche y el cri-cri de los grillos.
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