A Deogracias la vieron volar. A la hora de media tercia o así, dos zagales que andaban cazando jilgueros, la vieron volar por los aires con la mayor soltura, como si fuera un ave de Dios.
Un tiempo después, los rapaces se personaron ante el alcaide de la ciudad de Burgos y le contaron que, al principio de descubrir a la dueña en el cielo, la tomaron por águila, pero que luego, cuando detuvo su vuelo y descendió para posarse en la tierra, se apercibieron de que era una mujer envuelta en una capa negra como la noche; y añadieron que, a la vista del portento, se echaron a temblar y corrieron hasta sus casas para guarecerse bajo la santa imagen del Crucificado. Pero cuál fue su sorpresa, cuando, pasado el susto que llevaban, la contemplaron en la plaza de la Catedral, ejerciendo de saludadora. Y naturalmente, habían ido a denunciarla al alcaide, porque es contra natura volar. ¿O no? ¿Acaso vuela algún aragonés o alguno de los habitadores de Burgos? Y, como vieran dudar al hombre, los niños continuaron hablando de que era una bruja muy poderosa, capaz de voltearse en el cielo, de volar rasante a la tierra y de tomar suelo sin lastimarse, como si viviera en su elemento.
El alcaide era un capitán de don Alfonso I de Aragón y Navarra, el marido de la reina Urraca. Una vez hubo escuchado atentamente a los zagales, se alzó de la silla, se ciño la espada, se encaminó con paso firme a la plaza de la Catedral seguido de los acusadores, y prendió a la tal Deogracias sin preguntarle siquiera.
Los habitadores de la ciudad de Burgos siguieron a Deogracias, que fue encerrada en una mazmorra por su apresador, y, dando voces, permanecieron a la puerta del castillo esperando noticias.
Se supo que la saludadora expuso acaloradamente a sus guardianes que había venido por el camino de León andando, mejor dicho renqueando, porque padecía de una cierta cojera en la pierna izquierda desde que era niña.
El capitán interrogó a la anciana:
- ¿Quién eres, de dónde vienes, cuánto tiempo llevas en la ciudad, cómo has venido, para qué has venido? -y cada vez se ponía más violento.
Y ante tanto quién, dónde, cuándo, cómo y para qué, no valía que la saludadora le dijera a don Ramiro Ramírez, pues así se llamaba el alcaide, que sanaba llagas. Nada valía, porque el aragonés quería intimidarla y quería algo de ella que no había pedido ni al Señor Dios: deseaba que la vieja le enseñara nada menos que a volar. Y así se lo dijo:
- Mira, madre, quiero que me enseñes a volar...
Y es que, desde que los zagales le dijeron que la vieja había llegado volando, don Ramiro se cegó ante la posibilidad de volar y de utilizar el arte de la Deogracias como una nueva arma de guerra con la que vencer a los ejércitos de la reina Urraca. Sin detenerse a pensar en irracionalidad de su proyecto, se llevó a la vieja a la cárcel y, aunque ella hablaba y hablaba de su ciencia, él sólo le pedía de muy malas maneras, con el látigo en la mano incluso, que le enseñara a volar.
A la saludadora no le quedó más remedio que contraatacar pues que aquel hombre era capaz de apalearla y dejarla baldada. Y acabó diciéndole que hablaría con él después de dos días, no antes, y que fuera preparando dineros -una libra de oro- para pagarle, pues que, aunque se presentó en Burgos andando por sus propios pies, como había dicho mil veces, sí que podía volar cuando se le antojara.
Claro que, para salvar la vida, se había ido de la lengua, porque volar no sabía, acaso podría hacerle creer que volaba, pero hacerle volar, volar, nunca jamás... Si dijo que sabía, fue porque se encontraba en mala tesitura y había de salir de ella del modo que fuere, como pudiere: mintiendo.
Pasados dos días, el capitán la llevó fuera de la ciudad, al campamento de los aragoneses. E iba contándole que había puesto en marcha el proceso y de lo que tenía pensado. De que armaría varias tablas en forma de alas, posiblemente triangulares, aunque dudaba si fabricarlas pentagonales; que las cubriría de seda quizá, porque cuanto más ligeras fueran mejor, tal dijo y le enseñó los dibujos que había hecho en un pergamino. Luego, la llevó a contemplar las torres de guerra, desde las cuales, ay, Jesús-María, pretendía iniciar su vuelo, dando una patada, o cien, en el techo de un almajeneque, la torre más alta de todas. Y previo conjuro, salir volando y probar qué tal se manejaba un soldado en los aires o que fuere lo que Dios quisiere.
Anduvieron por allí observando las máquinas de guerra y después, el capitán se llevó a la saludadora a una tienda y le enseñó las tablas y las telas y se puso a la faena: a serrar, a lijar...
Deogracias se adormitaba, pues le importaba un ardite el ingenio volador. Si el capitán le mandaba que bendijera la madera, la sierra o la lija, lo hacía y tornaba a adormecerse. Otras veces combatía el aburrimiento apartada en un rincón, contando el oro que en la faltriquera llevaba y hasta hincaba el diente a las monedas para verificar su ley.
El alcaide, de tanto en tanto se detenía de su labor para tomar aliento y le preguntaba a su ayudante -tal título otorgó a la anciana- cómo haría ella las alas, si grandes o pequeñas. Ella, a veces le decía que grandes, otras que chicas y otras que las fabricara acorde con su corpulencia, es decir ni grandes ni chicas. Le decía lo que quería oír en aquel momento. La vieja, no daba una higa por el artefacto volador, pues que no tenía la menor consistencia y habría de romperse al primer movimiento. Pero, bueno, allá el mozo...
El día en que Deogracias comprendió que el capitán daría por terminado el ingenio volador, se llevó a la tienda una jarra de agua de limón a la que había echado unos polvos y unas unturas, que previamente había preparado, para ayudar o para acabar de una vez con aquel tedioso negocio de volar.
Cuando el mozo, mediada la jornada, exclamó: "Albricias, madre!", finalizando el trabajo, ella le dio a beber del jarro para celebrarlo y, a poco, como lo viera confundido y haciendo ademanes torpes, le ordenó que se tendiera en el suelo, asegurándole que del mismo modo que las brujas levantan las gentes de sus camas, sin que se entere siquiera el que duerme a su lado, para llevarlas a sus reuniones en el mayor secreto, ella haría otro tanto: lo sacaría de la tienda, unas palabras mágicas y él podría echarse a volar:
-¡Vamos, tiéndete en el suelo!
-¡Ayúdame, he de subir al almajaneque, estoy confuso!
El hombre no pudo decir nada más, pues cayó dormido. Deogracias, harta de la necedad del aragonés, rezó la oración, de san Erasmo quizá; se volvió hacia el durmiente y le abrió las ropas; sacó un cuenquico del zurrón y le aplicó una untura en la entrepierna, el vientre, las axilas y el cogote, y volvió a rezar.
A poco, pellizcó al alcaide y se dio por satisfecha: estaba profundamente dormido. Entonces comenzó a actuar, a hablar,diciéndole con recia voz que se preparara para volar por los aires, se ajustar los arneses; extendiera los brazos, los moviera y que estuviera atento y abriera mucho los ojos porque vería ríos, arboledas, campos...
"Extiende las alas, mozo, muévelas a la vez... muy bien... más aprisa, más aprisa... ¡bien, bien... las dos al mismo compás...! ¡Sube, sube, que estás llegando a unas montañas! Oye, si te fatigas puedes descender..."
El hombre volador, no contestó, pero la saludadora continuaba:
"Ea, ea, muy bien...! Oye, Ramiro, tengo para mi que llevas demasiada velocidad, mueve las alas más despacio... ¡Así, así, mejor así! Vuela Ramiro, vuela bajo para ver a aquella pastora que, sin duda, es una guapa moza... ¡Oh!, ¿no quieres?, bueno, al menos échale un requiebro..."
Cuando Deogracias no supo ya que decirle, dio por terminado aquel cuento, contenta además, pues había salido muy airosa. Y, tras destruir las alas y golpear al capitán con un palo para que saliera escarmentado del vuelo y no se le ocurriera repetir, se holgó mucho más, pues que el mozo, apenas despertó, le habló de su aventura de volar mismamente como si la hubiera vivido... Le contó tantas cosas, con tanta veracidad además, que llegó a encandilar a aquella gran embustera y hasta hacerla dudar.
Que vaya, le habló, el muy simple, de una pastora bellísima que cuidaba centenares de ovejas que, tomándolo por un ángel, lo llamó, dispuesta quizá a dejarse remangar las faldas. ¡Qué sandio!, como si los ángeles se interesaran por lo que cubren las sayas de las mujeres... De un hombre, un noble seguramente, que le ofreció un tesoro y la mano de su hija si lo llevaba con él...
Deogracias se holgó con la narración, se dijo que el mozo había sido incluso más imaginativo que ella, y sacó untura de su frasquera y se la aplicó a los moretones que ya le apuntaban por todo el cuerpo.
El capitán quiso saber cómo lo había visto Deogracias desde el suelo. Esta le respondió que lo avistó durante un tiempo, pues luego se perdió en el horizonte y no le alcanzó la vista, pero que volaba muy bien, majestuosamente, como si lo hubiera hecho siempre... Salvo al tomar tierra, que estuvo torpe, falto de práctica, por eso cayó bastante aprisa, haciéndose unas cuantasmagulladuras, nada serio por otra parte. Que el rey de Aragón lo hubiera llamado a su lado, lo hubiera felicitado y nombrado alférez quizá, pero que se conformara y no lo intentara más, pues otro rey más poderoso, el Señor Dios, se lo había prohibido tajantemente, como había quedado manifiesto, además que las aves tampoco querían verlo por allí, pues ¿no le habían picado en la espalda?
Extracto del relato "Entre Dios y el Diablo" perteneciente al libro Historias de brujas medievales de Angeles de Irisarri.