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Natalia llevaba varios días en casa de su abuela Nadia y no veía el momento en el que llegaría su querida prima Isabel. Aquella mañana, se levantó más temprano que de costumbre, se puso su vestido blanco estampado con soles amarillos, muy acordes con la estación estival, y bajó a desayunar a la cocina a toda velocidad. Despues volvió al dormitorio y cogió la cajita marrón que el verano anterior le regalara aquel cuenta cuentos de aire bohemio y sombrero tirolés. De repenté oyó el claxon de un coche en el exterior y con una gran sonrisa en su cara,  salió corriendo al encuentro de su prima Isabel.

Ya a solas, Natalia sacó la cajita marrón de su bolsillo, la abrió y le mostró su pequeño tesoro: tres bolitas multicolores. Isabel abrió sus vivarachos ojos negros y llena de curiosidad, cogió entre sus manos las tres bolitas.

Una era azul cristalino y cuando la miraba a contraluz, su color la transportaba al seno de un mar diáfano y sereno. Otra, era anaranjada y cuando la tenía en la mano, le transmitía el calor que tienen los colores que ocupan el espectro más calido de la paleta: rojos, dorados, granates, marrones... La última bolita era mucho más llamativa que las dos anteriores puesto que sobre un verde intenso, resaltaban diminutas burbujitas rosas, amarillas, rojas, violetas... A Isabel le pareció que un trozito de prado lleno de flores en primavera había sido metido en aquella pequeña canica de cristal.

Más colores, en casa de Lois y Clark


Tema: Aquarela - Toquinho
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Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos... 

Aunque casi no necesita presentación, así empieza "Cien años de soledad" (G. García Márquez). Es un inicio como lo son otros tantos, que en principio da una pista de por donde puede ir la trama, pero sin llegar a prever un final. Y es precisamente el sorprendente final, para mi, lo que hace que esta novela sea una obra maestra. Hay quien dice que esta forma de escribir, responde a un nuevo género denominado “realismo mágico” y algo debe de haber de cierto en ello, pues creo que el autor anduvo tocado por alguna varita cuando escribió el desenlace. 

Leí este libro a finales de un verano, cuando aún era una estudiante y no disponía de mucho tiempo ni de mucho dinero, todo sea dicho. Aproveché los días que iban desde el fin de mi contrato de becaria hasta el inicio del nuevo curso, para leerlo y también aproveché la ocasión que brindaba por entonces una conocida editorial, lanzando un coleccionable cuyo número uno era “Cien años de soledad” al módico precio de doscientas cincuenta pesetas, para comprarlo. 

Antes de escribir este relato, he rescatado el libro de la estantería para hojearlo y de entre sus páginas, que ya empiezan a estar amarillentas, ha caído un folio doblado. Por un lado hay anotado un árbol genealógico de la familia Buendía; recuerdo que lo confeccioné conforme iba leyendo para no perderme en el galimatías de nombres y parentescos. Por el otro lado aparece un horario con las clases correspondientes a mi último curso de estudios.

Con el libro entre mis manos, mis recuerdos viajan a aquella época donde mis preocupaciones eran otras y tenía todo cuanto necesitaba para ser feliz.

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Tema: The memory of trees - Enya
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Como cada día, Roberto Mirón llega a casa a las 15:30 cansado tras ocho horas de trabajo en la planta recicladora. Lo primero que hace es cambiarse de ropa y ponerse cómodo, despues se dirige al comedor donde su mujer le espera para tomar un suculento almuerzo. En la sobremesa se acomoda en el sofá y se pone su música favorita de fondo: es hora de relajarse. En esas anda, cuando de pronto suena el teléfono.

- ¿Dígame?
- ¿Podría hablar con el señor Mirón?
- ¿De parte de quién?
- Le habla Luis Redondón, de la compañía de telefonía Timofónica
- Espere un momentito, no se retire del aparato- le responde Roberto Mirón.

Coge Roberto el teléfono inalámbrico y lo pone en junto al altavoz de su estereofónico en funcionamiento, imitando la musiquita que a los sufridos usuarios nos ponen cada vez que llamamos a Timofónica. Espera un par de minutos más y coge de nuevo el teléfono:

- Disculpe la tardanza, estoy intentando localizar al señor Mirón que gustosamente atenderá su llamada, no se retire por favor.

Deja de nuevo el teléfono junto al altavoz (hay que amenizarle la espera al teleoperador, no vaya a aburrirse...) Se sienta en su sofá y se toma, sin prisa, el cafetito que su mujer ya le ha servido. Coge de nuevo el teléfono

- ¿Sigue usted ahí?
- Sí, el motivo de mi llamada...
- Disculpe la demora- lo interrumpe Roberto- ya he localizado al señor Mirón, en unos segundos se pone.

Activa la función de manos libres en el teléfono, se vuelve al sofá y ahora si se acomoda para no levantarse más. Pasados unos minutos oye como su interlocultor cuelga el teléfono, cansado de esperar. Roberto sonríe y se deja llevar por un rato al reino de Morfeo, donde las llamadas telefónicas de teleoperadores tediosos se quedan en la murallas.

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