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Según cuenta la leyenda, esta criatura habitaba el Tarascón, Provenza, y devastaba el territorio por doquier. Se describe como una especie de dragón con seis patas parecidas a las de un oso, un torso similar al de un buey con un caparazón de tortuga a su espalda y una escamosa cola que terminaba en el aguijón de un escorpión. Su cabeza era como la de un león con orejas de caballo y una desagradable expresión.


El rey de Tarascón había atacado sin éxito a la Tarasca con todas sus filas y su arsenal, pero Santa Marta encantó a la bestia con sus plegarias y volvió a la ciudad con el animal así domado. Los habitantes aterrorizados atacaron a la criatura al caer la noche, que murió allí mismo sin ofrecer resistencia. Entonces Santa Marta predicó un sermón a la gente y convirtió a muchos de ellos al cristianismo.

En Granada, el miércoles anterior al Corpus Christi, la Tarasca desfila por sus calles. La bestia, aquí, no es como la leyenda la describe. Es un dragón. Y encima del dragón se coloca un maniquí vestido con la ropa, que se supone, marcará la moda del próximo verano. Hay quien interperta esta composición como el triunfo de la belleza sobre la brutalidad.


Hoy me ha sorprendido en las céntricas calles granadinas, la Tarasca. Iba precedida de gigantes y cabezudos, que en esta ciudad no pueden otros que Isabel, Fernando, Boabdil y Moraima. Y cuando la carroza se hallaba muy cerca de mi, los ojos verdosos del dragón se ha dirigido a los míos con una mirada que va algo más allá de la complicidad de saberse observados...


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